Aitana G.Cantos
Estábamos en un bar tomando algo, cinco hombres y yo, todos nosotros
dedicados al ámbito cultural. El mejor currículum de los que estábamos allí era
el mío a pesar de mi edad. En ese momento, llega un periodista de este mundillo
que era un amigo de uno de los presentes. De forma que comienzan las
presentaciones. Mi amigo se dispuso a enumerarle al periodista cada uno de los
méritos de los currículum de mis compañeros. Sin embargo, cuando llegó mi turno
(me dejó la última), dijo, “Y ésta es mi amiga, María”. Ni siquiera dijo mi
apellido. Por una parte, me sentí halagada por ser simplemente su amiga, pero
por otro, ofendida, porque parecía que yo no tuviera carrera o que mi vida
profesional no contara. Y cosas de esas me pasan todos los días.
Esta anécdota que relata la joven
escritora María Zaragoza con una mueca que va desde la media sonrisa hasta la
estupefacción ilustra una realidad a la que las artistas y creadoras tienen que
enfrentarse a diario. La cultura patriarcal penetra y se extiende a través de
todos los ámbitos de la sociedad, desde la política, la economía o el deporte,
hasta la cultura propiamente dicha, un sector que ha sido siempre considerado
como el vértice del progresismo, el motor de las grandes vanguardias y el único
que escapaba a la desigualdad de género. No obstante, la situación actual
difiere de esta clásica suposición.